1984: la predicción de un sistema

Nunca imaginé lo que se escondía detrás de un nombre tan enigmático. Una vez descubierto, me atrevo a afirmar que este libro debería ser lectura obligatoria para los estudiantes de Bachillerato e, incluso, de los últimos cursos de la ESO.

George Orwell dibuja con contornos extremadamente precisos el relato de una sociedad basada en un control llevado a tal extremo que las conciencias y las mentes de sus habitantes quedan sometidas y manipuladas hasta límites increíbles. Para ello, existen una serie de organismos e instituciones encargadas de encorsetar la sociedad hasta dejar a una parte de ella prácticamente sin respiración, porque a la otra parte –conocidos como proles– ni siquiera la consideran lo suficientemente inteligente como para preocuparse porque se rebelen contra el sistema. El desprecio hacia ellos es constante, intenso e insultante durante todo el libro.

En esta sociedad existe un único personaje político relevante, pues los demás sólo son lacayos de éste. Esta figura es el Gran Hermano, que hace las veces de rey, de jefe supremo, de guardián y de dios, entendido en sentido absoluto. Él representa los ideales del Partido Único, que vigila las actividades cotidianas de la población mediante telepantallas. Se trata de un dispositivo de vigilancia instalado tanto en las casas como en las calles y que detecta simples cambios en el rostro que puedan indicar algún tipo de pensamiento incómodo o la realización de actividades no permitidas por el Partido.

El Partido está integrado por toda la población, exceptuando, por supuesto, a los proles, considerados animales y que son la grandísima mayoría. En esta organización, hasta los hijos de los miembros del Partido participan en las actividades que realizan sus padres, siendo los favoritos de los “grandes jefes”, pues se les enseñaba a delatar a sus padres. Un ejemplo concreto es una niña que denuncia la traición de su padre al Partido mientras soñaba. Al parecer, el hombre dijo algo que no debería haber dicho. Sin embargo, no mostraba enfado ninguno, sino que por el contrario se mostraba orgulloso de su pequeña.

Una de las actividades del Partido es lo que se denomina como Dos Minutos de Odio, durante los cuales se vocifera amargamente contra un supuesto enemigo y estando sus palabras cargadas de un fanatismo más que alarmante, penoso. Haciendo esto se libra uno de la Policía del Pensamiento, que no tiene motivos para sospechar que se es un disidente.

El eje central de la novela es Winston Smith, trabajador de uno de los ministerios que existen en la novela, el Ministerio de la Verdad, encargado de reescribir la historia por completo, desde documentos gráficos hasta libros de texto, todo ello para hacer que el pasado coincida con la versión oficial del Estado. A causa de su trabajo, se da cuenta de que lo que hace no es más que contribuir a una farsa de enormes proporciones creada por el Partido Único, pues a su mente acuden sucesos de un pasado no muy lejano, pero del que apenas quedan evidencias. Sin embargo, la conciencia de que algo malo está ocurriendo le lleva a ser víctima del Partido y a sufrir un lavado de cerebro en términos más que literales.

1984 contiene fragmentos que bien podrían haber sido escritos ayer mismo y no en 1948:

«[…] Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser empleadas con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.

Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción -era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad.

Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en la que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia […]».

Lo que sentí al acabar 1984 fue miedo. Miedo porque hay cosas de nuestra realidad que recuerdan muchísimo a la sociedad descrita por Orwell a mediados del siglo pasado. Para ilustrar esto, sólo hablaré de la neolengua, una nueva lengua creada por el Partido en la que se reduce de forma drástica el léxico y se crean nuevas palabras bajo el lema de que “lo que no forma parte de la lengua, no puede ser pensado”. Se dice que Orwell se basó en la propaganda nazi y soviética del momento.

¿De de cuántas formas y con qué palabras se dirigen nuestros dirigentes a la población? ¿Cuántos sinónimos utilizan para hablar de recortes y repagos? ¿Tan diferente es nuestra sociedad a la de 1984?

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