Se me desploman sobre las sienes
los fríos mármoles de Bloomsbury,
las marcas y
toda esta gente
andando tan rápido
-no sé hacia dónde pero sé
que no es hacia delante-.
La voz de la mujer que canta las paradas
en la planta de arriba del autobús,
el agua arremetiendo contra los cristales y
este monstruo de ciudad levantado sobre el fango,
se me desploma.
En mi vida sin ti
soy un poco más puta
y he levantado muros
que no (me) permiten mirar hacia dentro.
En mi vida sin ti
hay paz pero no hay aire,
ni poesía
-como era de esperar, pues
guardas toda la poesía en tus ojos,
que no me miran más-.
Vivo.
O algo así.
Frío patatas, hago crucigramas,
bebo cerveza, me río,
dejo pasar las horas
tirada con él en el suelo,
busco abrazos por ahí,
miro las nubes y renazco.
A veces lloro también,
cuando sueño contigo,
cuando me acuerdo
de que ya no me escribes poemas
-ni siquiera me llamas-
por mi cumpleaños
y me pregunto cómo las cosas
pueden cambiar tanto. O,
cuando alguien me pregunta:
“¿qué es lo más bonito que has visto en tu vida?”
y yo sigo pensando en tus ojos,
y en la forma que tienes de reírte
porque
se me han olvidado todas las cosas
por las que me mataba
y todas las cosas
por las que me moría.
Casi no me queda nada
de lo que fui antes de ti
pero me queda
este amor tan inmenso, tan
irreprochable;
este mirarte desde lejos
-a través del cristal
de todas esas cosas tan importantes
que no son yo
y que tienes que atender-;
este implorarle,
tan fuerte y tan callada,
a las nubes
que te hagan feliz por mí
que, desde alguna parte,
te miro y veo
cómo tu espalda se hace pequeña y cómo
estás a punto
de doblar la esquina.
Porque llueve
y no vas a venir,
ni vas a llamar,
ni vas a responder si llamo.
Devuélveme toda la poesía
que esto
no es lo que habíamos acordado.
No es que no te crea, es que
te estoy viendo
doblar la esquina.